Iglesia
y patriarcado
¿Tiene
alma la mujer?
Víctor
Montoya
Rebelión
En
muchas épocas y culturas se puso en duda la condición humana de la mujer. Se
usó y abusó de ella como un objeto cualquiera. Los hombres, en ciertas
civilizaciones, no estaban convencidos de que la mujer fuera enteramente una
criatura humana, y en el Concilio de Mâcon, en el siglo IV de nuestra Era, se
discutió frenéticamente si acaso la mujer tenía alma, habiéndose resuelto la
cuestión por una escasa mayoría.
Durante
siglos fueron pocos los que cuestionaron la inferioridad de la mujer, incluso
hubieron quienes suponían que el cerebro femenino era más pequeño que el del
varón y su naturaleza más emotiva. “En la Edad Media, los teólogos (todos ellos
hombres) discutían incluso si las mujeres eran seres humanos -¿Tienen un alma,
o eran más equiparables a los animales superiores, como los caballos y
perros?-. Las mujeres mismas internalizaron estas actitudes y creían en ellas o
las aceptaban” (Waters, M-A., 1977, p. 87).
La
Iglesia católica, que ejerció un poder omnímodo sobre el mundo feudal y
constituyó la única institución educativa hasta los albores del capitalismo,
fue la primera en predicar que la opresión de la mujer era algo “natural”,
puesto que en el Génesis se dice que tiene que vivir sometida a la autoridad
del hombre. Otro ejemplo, los Diez Mandamientos del Antiguo Testamento no se
refieren, en realidad, más que al hombre, mencionándose a la mujer solamente en
el noveno, confundida con los criados y los animales domésticos.
Según
el cristianismo, la mujer dependía del hombre no sólo porque fue creada de una
de las costillas de éste, sino también porque se hizo “pecadora”, corruptora
que trajo todos los males a la Tierra, sobre cuyas premisas se fundamentaron
las doctrinas misantrópicas de la continencia y la negación a la carne. La
mujer estaba considerada como apóstol del diablo y como amenaza potencial para
los intereses espirituales del hombre. De modo que, durante el auge del
romanticismo y la caballerosidad hacia la mujer, se cometieron discriminaciones
tan brutales como el uso del cinturón de castidad. Los romanceros dan cuenta de
que los caballeros, antes de partir a las cruzadas, dejaban a sus mujeres en
los conventos por razones de honor.
Las
mismas instituciones, encargadas de tender un manto negro sobre la sexualidad
femenina, se encargaron de pregonar la idea de que la mujer decente no tenía
sensaciones de placer sexual y que su órgano genital era un orificio oscuro y
sucio, que no debía mirarse ni tocarse.
El
celibato, como requisito fundamental para el sacerdocio, era sinónimo del
desprecio por el cuerpo y el sexo. La Iglesia católica impuso a sus feligreses
una vida de abstinencia de las relaciones sexuales, puesto que en los tiempos
paganos de la antigüedad se consideraba el celibato como algo más honroso que
el matrimonio. Esta idea de pureza religiosa ha aumentado la tendencia a quitar
valor al matrimonio y envilecer las relaciones sexuales, y ha llevado a que
centenares de sacerdotes, monjes y monjas se esfuercen por llevar una vida de
continencia; claro está, el dogma de la perenne virginidad de María, que
representa ante todo un modelo eminente y singular de maternidad, ha perpetuado
la idea de que las relaciones sexuales son inmundas. Una tradición católica y
ortodoxa, de hace unos quince siglos atrás, sostiene que María fue siempre
virgen, lo que significa que ella y José nunca tuvieron relaciones sexuales, y
que los hermanos de Cristo, mencionados en la Biblia, eran en realidad primos.
Esta idea consolidó la tradición del celibato para monjas y sacerdotes, aunque
algunas investigaciones confluyen en señalar que los “cuatro evangelios
canónicos” proporcionan evidencia concordante de que Cristo tuvo verdaderos
hermanos y hermanas en su familia. Por cuanto se debe aceptar el claro
testimonio bíblico de que, después del parto virginal de María, José llevó una
vida conyugal normal con María y engendró otros hijos e hijas. Además, esta
controversia indujo a la teología a reflexionar en torno a esa mentalidad tan
arraigada entre los católicos: de que el placer es algo malo, que deteriora, y
que es mejor el sacrificio. Que al cuerpo era mejor ofrecerle palos que placer.
Los
reformadores del siglo XVI, quienes encontraron en Martín Lutero a su máximo
exponente, rechazaron el celibato religioso y la concepción de que la mujer era
un ser maligno. Empero, propagaron la retrógrada teoría de que la mujer estaba
adecuada por naturaleza para una vida de servidumbre y sumisión, y que dentro
de la familia debía obedecer a su marido, porque el hombre era la imagen y la
gloria de Dios, y ella la gloria del hombre. “La autoridad espiritual del
marido manifestaba un colorido necesario: la inferioridad de su esposa. Esta
inferioridad provenía de dos fuentes. En primer término, ‘la naturaleza de la
mujer’ la encuadraba dentro de una vida de sumisión. Las analogías biológicas
eran populares como elementos de sostén de esta posición: los hombres eran la
cabeza, el cerebro, las mujeres eran el cuerpo” (Hamilton, R., 1980, p. 96).
Para la
Iglesia, el matrimonio se trocó en el único sacramento capaz de dignificar a la
mujer ante el hombre y la sociedad. Una mujer fuera del matrimonio valía tanto
como una mujer que no podía traer hijos al mundo. J. J. Rousseau estaba también
consciente de que el único lugar donde la mujer podía realizarse y existir como
individuo -o sea, como ciudadana-, era dentro del contexto familiar. Por eso
mismo, era costumbre que la mujer se case relativamente joven, y que, una vez
desposada, se ocupe de los deberes del hogar y la educación de los hijos.
Desde
la antigüedad, la mujer culta y dedicada a la vida profesional estaba vista
como un ser indeseable, anormal y poco femenina; en cambio una mujer que vivía
como ángel de la guarda del hogar, dedicada a la maternidad y la felicidad del
marido, encajaba perfectamente en los cánones de la Iglesia. En primer lugar,
la mujer debía ser devota, ya que si amaba y obedecía a Dios, amaría y
obedecería también a su marido; y, en segundo lugar, la mujer debía cultivar la
“elegancia social” y, sobre todo, la tolerancia, pues una mujer jovial, amable
y de carácter afable -en especial para con el marido- evitaría toda violencia y
furor.
Por
otro lado, cabe añadir algunas líneas sobre la imagen creada por la religión católica
respecto a la “mujer detestable y la mujer venerable”, puesto que ésta es una
de las lápidas que más ha pesado sobre la mujer en el mundo cristiano, y,
aunque los historiadores admiten que los primeros cristianos no adoraban ni
veneraban a mujer alguna, se sabe que desde el esclavismo se identificó a las
mujeres con dos arquetipos que representan lo “malo” y lo “bueno”. Es decir,
con dos tipos de mujeres diametralmente opuestas: una es Eva, la otra María. La
primera se asocia con la “impureza”, el pecado, la maldad y la sexualidad; en
tanto la segunda se asocia con la “pureza”, la obediencia, la inocencia y la
mediadora entre la Divinidad y la humanidad. Todo arranca de la creencia de que
Eva escuchó a Satanás por medio de la serpiente y María escuchó a Dios en boca
del ángel Gabriel. Eva fue expulsada del Paraíso por “pecadora”, condenada a
ser dominada por el hombre y a “parir a sus hijos con dolor”; en tanto María,
quien no recibió mancilla y concibió sin pecado original, fue declarada santa
entre todas las mujeres. Así, Eva es la “pecadora” y María la “purificadora”, o
como dice el refrán: la muerte a través de Eva y la redención a través de
María.
Sin
lugar a dudas, la sociedad patriarcal se aprovechó de estos valores
ético-morales promovidos por la veneración a la Virgen María y su imagen, para
conservar los valores tradicionales relacionados con los valores machistas de
la sociedad, como ser la castidad, obediencia y sumisión; más todavía, estos
arquetipos permanecen latentes en el subconsciente colectivo, puesto que se
sigue nombrando a Eva cuando se trata de censurar la conducta de las mujeres
que no aprecian la “limpieza moral” o se rebelan contra el sistema patriarcal
en defensa de sus legítimos derechos.
Bibliografía
-Hamilton,
Roberta: La liberación de la mujer, Ed. Península, Barcelona, 1980.
-Waters,
Mary-Alice: Maxismo y feminismo, Ed. Fontamara, España, 1977.
Víctor
Montoya es escritor boliviano, residente en Estocolmo (Suecia).
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